domingo, 5 de febrero de 2012

Dicen que hemos perdido los parámetros.

Estamos en el recreo.

Se me acerca una preocupada niña de tres años mostrándome su índice y una despegada tirita de Micky que tenía puesta en él, para que le solucione el problema.

Con todo el cariño que la práctica de mi profesión me ha enseñado le pido que me muestre el dedito y observo que la herida -una motita de nada, en realidad- tiene varios días y ha desaparecido practicamente .

Así que le quito hierro al asunto con todas las artes del oficio y le digo que vaya a jugar, que no pasa nada.

Diez minutos más tarde tengo que ir a la sala de profesores a recoger mis bártulos.

¿Y a quién me encuentro en recepción? A la niña de tres años.

Como conmigo no ha conseguido lo que quería, se ha ido a su tutor y le ha expuesto su cuita. Éste ha debido considerar que la gravedad de la herida es mayor de lo que yo había diagnosticado y le ha dicho que vaya a que se la cure la conserje.

Pero la enferma no está sola, no. Mientras llora porque no hay tiritas de Micky y le quieren poner un somero trozo de esparadrapo, la rodean consternados y solícitos a su rabieta la conserje, una limpiadora y una madre que estaba de visita.

Tres personas adultas ocupadas por entero a consolar el berrinche cojonero de un coco de tres años.

Así no es raro que nos encontremos frecuentemente con madres y padres que tienen hijos de esa edad quejándose amargamente de que no saben qué hacer con sus retoños.

Gente leída y escribida viene diciendo hace mucho tiempo que los adultos hemos perdido los parámetros de lo que es importante y lo que no lo es en nuestra relación con los niños.

Y yo, a pie de obra, tengo que decir que no puedo estar más de acuerdo con ellos.